Comentario
La península italiana presenta una ocupación humana muy antigua y diversa. Fueron muchos los pueblos que en ella habitaron antes de que fuera conquistada por Roma durante el siglo III a.C. Lligures, etruscos, galos, vénetos, sabinos, volscos, samnitas, marsos, umbros, etc., pueblos de procedencias diversas estableceiron culturas diferentes que, no obstante, pueden agruparse, a grandes rasgos, en tres grandes tres núcleos geográficos: el Lacio Antiguo, la Magna Grecia y Etruria. Sobre este mapa complejo será Roma quien acabe, mediante un largo proceso, por imponer una unificación política, administrativa y lingüística.
El Lacio Antiguo era la región en la que habitaron los antiguos latinos. Así lo definen también los autores antiguos, Latium vetus, para distinguirlo tanto del Lacio añadido, Latium adjectum, como de las colonias de derecho latino que se fueron implantando en diversos lugares de Italia durante los primeros siglos de la historia de Roma.
El elemento étnico latino nos hace remontarnos hasta finales del II milenio y comienzos del I a.C., época en la que llegaron a Italia grandes migraciones de pueblos indoeuropeos. En la I Edad del Hierro se da en gran parte de la Italia del Norte la llamada civilización villanoviana, que se extendió por Umbría y Etruria hasta el Tíber. La civilización villanoviana es el aspecto que en la Italia del Norte y del Centro tomó la civilización llamada de Hallstatt o de la primera Edad del Hierro y que desarrolló una poderosa industria metalúrgica cuyos productos fueron exportados hasta Europa Central. Característica también de esta civilización era la incineración. Las urnas cinerarias eran depositadas junto con los objetos personales del muerto: vasijas, armas, objetos de adorno... Pero en el Lacio las prácticas de incineración y de inhumación coexistieron ya desde los comienzos de la Edad del Hierro. Así, por ejemplo, mientras que en las necrópolis de los montes Albanos más antiguas se han encontrado urnas en forma de cabaña de arcilla, que contenían las cenizas de los difuntos, en la necrópolis que se extendía al pie del Esquilino en dirección al Capitolio, hay tumbas de inhumación y de incineración.
Devoto demostró que se formó una unidad cultural en torno al Lacio que se manifiesta en el uso de técnicas análogas en la producción de tipos cerámicos y en otros rasgos tales como el de la formulación onomástica, básicamente común a los itálicos del Lacio y a la Etruria Central.
Actualmente, ha quedado demostrado que entre el Bronce Final y la Edad del Hierro se producen una movilidad social importante y determinados cambios en el poblamiento de Italia. Así se constata el abandono de determinados núcleos urbanos y la consolidación y ampliación de otros. En el Lacio Antiguo estas modificaciones fueron bastante intensas durante el Hierro I y siguieron una tendencia similar a la del sur de Etruria, aunque más moderada.
Las ciudades, en el sentido real del término, surgirán en el Lacio mucho más lentamente. Hasta los siglos VIII-VII a.C. no puede hablarse sino de aldeas, algunas de las cuales pasaron a constituirse posteriormente en ciudades y otras no llegaron a ser ciudades nunca. La causa sin duda reside en el hecho de que gran parte de su población fue absorbida por Roma, como sucedió con otras varias aldeas del Lacio.
Al margen de Roma, los poblados más importantes del Lacio fueron Preneste, Tibur, Gabii, tal vez Lavinium (Pratica di Mare) -como se va confirmando con las últimas excavaciones- y Alba Longa.
Desde el estudio de Grandazi, hoy día es generalmente admitido que Alba Longa era una federación de aldeas situadas en las colinas en torno al lago Albano, que contaban con un culto federal en honor a Júpiter. En torno a este santuario se celebraban las ferias latinas, días durante los cuales se establecían los pactos y se dirimían los conflictos. Su destrucción por Roma fue sin duda necesaria para el desarrollo de la propia Roma, que trasvasó gran parte de su población y le permitió apropiarse de su territorio.
Preneste y Tibur aparecen, sin embargo, ya desde el siglo VIII a.C. como auténticas ciudades. Hoy se consideran una invención de la historiografía griega los relatos sobre los supuestos fundadores de las ciudades latinas: Tibur -según estos relatos- habría sido fundada por tres hijos del rey de Argos, uno de los cuales se llamaba Tiburno. Praeneste había sido fundada por Telégono, hijo de Ulises.
Leyendas parecidas explican la fundación de Lavinium y de Roma e incluso el propio Lacio tomaría su nombre de su primer rey, Latino. Pero detrás de estas leyendas inconsistentes, se percibe claramente que el Lacio, ya desde los primeros siglos del I milenio, fue un territorio abierto a contactos comerciales y en el que se asentaron grupos de población no sólo del interior de la península itálica, sino de otros puntos del Mediterráneo.
Con respecto a la Magna Grecia, el primer contacto del mundo griego con la península itálica se remonta a los últimos siglos del segundo milenio a.C. Esta precolonización micénica, como generalmente es definida, aparece atestiguada por la arqueología con el hallazgo de vasos y objetos micénicos en numerosos puntos del sur de Italia y Sicilia. Pero no hay la menor prueba de ningún poblado micénico en el Lacio, por más que los autores antiguos hablen de la fundación de Roma y de otras ciudades latinas por héroes del ciclo de la Guerra de Troya o bien por héroes aqueos.
Entre estos primeros contactos de Italia con el mundo micénico y la expansión griega que se produjo a partir del siglo VIII a.C. hubo un largo período vacío de contactos regulares.
La más antigua colonia griega, no sólo en Italia, sino en Occidente, fue Pithecusa, en la costa norte de la isla de Ischia, fundada por los jonios de Calcis hacia el 770. Unos años después, se fundó Cumas en la Campania, al norte del lago Avernio. La más antigua inscripción griega de Occidente pertenece a esta época y aparece en un vaso encontrado en Ischia. Los dorios de Rodas fundaron poco después Paleópolis y Neápolis, ambas en la bahía de Nápoles. Más al Sur, Paestum o Poseidonia, fundada por Síbaris hacia el 600 a.C. cuyos templos, aún impresionantes, atestiguan el culto que se tributaba principalmente a Hera y Atenea. También en el siglo VIII a.C. parece que fundaron Zancle, en el estrecho de Mesina, y Naxos. Pocos años después tuvo lugar la fundación de Rheion.
Las más antiguas colonias de Sicilia fueron Siracusa y Mégara, pertenecientes a la segunda mitad del siglo VIII a.C., seguidas después por Selinunte, Gela y Agrigento, entre otras. Este proceso colonizador se cierra en torno al 535 a.C. con la fundación de Velia (Hyele) en el sur de Italia.
Entre las aportaciones concretas que la colonización griega trajo para Italia podemos señalar la introducción del alfabeto y el cultivo del olivo, inicialmente en la Italia central, además del modelo de vida urbana. Pero su influencia fue mucho mayor, determinante incluso para la historia de Roma y de Italia. En palabras de Musti, el estudio de los pueblos de la Italia antigua hace necesario, en primer lugar, un viaje al interior de la consciencia griega.
Los puertos de Pyrgi y de Gravisca en Etruria y el propio puerto fluvial del Tíber se convirtieron en vías de difusión de influencias griegas, así como los templos de divinidades griegas de Lavinio, en el Lacio, difundieron sus creencias religiosas.
Esta influencia sin duda aceleró el paso, en el Lacio, de formas pre y protourbanas a la creación de auténticas ciudades.
El tercer gran núcleo geográfico es el ocupado por los etruscos. Se han propuesto varias hipótesis sobre el origen de este pueblo que, asentado al Norte del Tíber e inicialmente desplegado por la actual Toscana y parte de Umbría, alcanzó tal nivel de desarrollo y una civilización tan refinada que algunos historiadores no han dudado en calificar como el milagro etrusco. Ya a los mismos autores antiguos les preocupó esta cuestión y, mientras Dionisio de Halicarnaso consideraba que era un pueblo autóctono, Herodoto mantenía su procedencia oriental, en concreto de Lidia. En torno a estas dos teorías, más una tercera que los hace descender de la Retia, la meseta suiza al norte del Po, a través del cual habrían descendido, se han elaborado todo tipo de argumentaciones por parte de los historiadores modernos.
Al misterio sobre sus orígenes se añade el de su escritura. Las inscripciones etruscas -en torno a diez mil- están escritas en caracteres griegos, lo que permite que puedan ser leídas y transcritas, pero no plenamente descifradas.
El mundo etrusco alcanzó en el siglo VII a.C. un nivel de esplendor sorprendente en el contexto del Mediterráneo, si bien no fue idéntico para todas las ciudades etruscas. El pueblo etrusco nunca constituyó un estado único, sino que sus ciudades gozaban de autonomía y eran gobernadas por reyes (lucumones), al menos hasta el siglo V a.C. en el que se abrió un proceso en la mayoría de las ciudades etruscas en virtud del cual los reyes fueron sustituidos por magistrados. Los reyes se sucedían dinásticamente y unían al poder militar y de coerción (simbolizado por un hacha en el centro de un haz o fascio que un lictor llevaba delante del rey) los secretos de la religión, que transmitían a sus herederos.
La sociedad era de tipo oligárquico, contraponiéndose a esta clase señorial una multitud de servidores, tanto en el campo, como en la ciudad, en los talleres o en las minas. Se ha hablado de la existencia de un matriarcado que hoy día no parece aceptado, si bien es cierto que la mujer desempeñaba un importante papel en la sociedad etrusca y gozaba de una amplia libertad en comparación con otras sociedades contemporáneas a ellos. Además la filiación era matrilineal, esto es, el nombre se transmitía por vía materna.
Su religión era revelada y la fuerza de ésta nos descubre a los etruscos como gente profundamente religiosa, obsesionados por la vida de ultratumba, que los llevó a la creación de impresionantes necrópolis, con cámaras suntuosas, en las que el difunto era rodeado por sus muebles y objetos personales.
Para escapar a estos terrores existía un meticuloso culto que incluía sacrificios periódicos y que, probablemente, incluyera sacrificios humanos. Poseían numerosos dioses de los que el más importante era Voltumnus o Voltumna, cuyas vestiduras cambiaban conforme transcurrían las cuatro estaciones. Era además el gran dios de la confederación. La tríada formada por Tinia, Uni y Menrva ha sido considerada un antecedente de la tríada capitolina romana: Júpiter, Juno y Minerva.
Los libros sagrados enseñaban la aruspicina o arte de la adivinación a través del estudio del hígado de determinados animales sacrificados. También se precisaba la forma en que habían de trazarse los limites de las ciudades.
Los sacerdotes etruscos descifraban la voluntad divina que se expresaba a través del hígado de las víctimas inmoladas, de los truenos, de los relámpagos... Su prestigio en el arte de la adivinación no sólo se mantuvo bajo el dominio romano sino que, además, gozaban de una extraordinaria credibilidad. Resulta anecdótico y sorprendente que todavía en el siglo V d.C., ante la amenaza de la entrada en Roma de Atila y sus tropas, el Senado de la ciudad hiciera llamar a los arúspices etruscos para cerciorarse de la situación o conjurar el peligro.
Las ciudades etruscas, como decimos, eran autónomas y ese individualismo sólo ocasionalmente fue superado por medio de alianzas entre las ciudades, cuyo centro federal religioso se encontraba en el santuario de Voltumna, en las inmediaciones del lago Bolsena. El Lacio y Roma se relacionaron principalmente con las ciudades del sur de Etruria: Tarquinia, Caere (Cerveteri), Veyes y Vetulonia. Además de éstas, fueron también importantes: Orvieto, Clusium (Chiusi), Volterra y Arezzo.
En el siglo VI a.C., los etruscos dominaron la Campania; a ellos se atribuye la fundación de Capua y de Nola. Hacia el Norte, cruzaron los Apeninos conquistando Bolonia y colonizaron la llanura del Po hasta el Adriático. Estas ciudades se vincularon entre si mediante una confederación similar a la que ya vinculaba a las originarias ciudades etruscas. La cerámica, muy influida por la griega, se encuentra prácticamente en toda la cuenca occidental del Mediterráneo además de en la región renana, lo que demuestra su actividad comercial. Esta actividad fue causa de no pocas tensiones con los focenses, establecidos primero en Marsella y, luego, en Córcega. Aliados con los cartagineses, lograron en la batalla naval de Alalia (535 a.C.), acabar con la talasocracia focense.
Sin embargo, a partir de este momento entra Etruria en una fase de recesión irreversible. Siracusa alcanzó sobre los etruscos y sus aliados cartagineses la victoria naval de Cumas. Desde finales del siglo VI a.C. samnitas y sabinos ocupan la Campania y, a finales del siglo V a.C., los celtas desmembran la confederación etrusca del Valle del Po, si bien Bolonia resiste hasta el año 350 a.C. aproximadamente.
Durante bastante tiempo, la mayoría de los historiadores han considerado a Roma una ciudad etrusca, fundada por los propios etruscos o dominada políticamente durante la última fase monárquica, la coincidente con los tres reyes etruscos. Hoy en día, la posibilidad de que Roma fuera fundada por los etruscos cuenta con muy pocos seguidores. Entre otras razones porque Roma fue el resultado de un proceso de unificación de los habitantes de las colinas y no de una fundación predeterminada y llevada a cabo en un plazo concreto. Además, la latinidad lingüística de los romanos parece decisiva a la hora de probar la existencia de una ciudad independiente étnica y políticamente.
Es cierto que los etruscos ejercieron una enorme influencia en la Roma arcaica: ofrecieron modelos organizativos -al igual que los griegos- más avanzados, proporcionaron grupos de artesanos y comerciantes que se asentaron en Roma formando un barrio etrusco y algunas ricas familias etruscas -como la de los Tarquinios- emigraron y se instalaron en Roma. Tales influjos fueron importantes para la Roma arcaica pero, ciertamente, Etruria no fue un agente decisivo en la creación de la ciudad de Roma.